La ciudad de Guadalajara se encuentra estos días cabizbaja y atormentada. Sobre su espina dorsal ha actuado de nuevo de manera demoledora e inexorable la piqueta, o mejor dicho, las potentes máquinas excavadoras, que le han dejado abierta dos profundas y nuevas cicatrices. En un “santiamén” ha visto cómo dos nuevos edificios situados en el denominado como “casco histórico”, uno de ellos en un espacio tan emblemático como la calle Bardales, se convertían, primero, en escombros y después en dos nuevos solares, ya tan abundantes (¿más de cien?) y que van poblando lo que fue el centro de una antigua ciudad medieval y moderna, con cierto encanto decimonónico y a la que solo vamos a conocer, a este paso, recurriendo a referencias documentales.
En este sentido, hay que reconocer que recientemente hemos asistido a unos amplios debates en los que han intervenido importantes grupos de la sociedad guadalajareña: las administraciones públicas, los partidos políticos, diferentes colegios y asociaciones profesionales, algunos historiadores y arqueólogos, periodistas y, en general, todos aquellos ciudadanos interesados por esta problemática. En ellos se analizaron aspectos tan interesantes como la situación actual de nuestro casco histórico, de cómo procedía actuar en él, de propuestas para futuras intervenciones… Todo ello muy plausible y digno de tenerse en cuenta y de apoyarse.
Pero hora es ya de que nos dejemos de discusiones inútiles, de diatribas inanes, de hablar sobre si son galgos o podencos y de que se actúe de manera rápida e inmediata sobre esta situación, porque al final lo que de verdad está sucediendo es que sus edificios, uno tras otro, van desapareciendo de la geografía urbana de Guadalajara, sin que sean sustituidos por otros nuevos, convirtiendo lo que en un tiempo, ya muy lejano, estuvo repleto de edificios monumentales: iglesias, monasterios, palacios…, pero también de un caserío que le daba uniformidad, como se aprecia en el dibujo de Anton van den Wyngaerde (1565), en un inmenso espacio de soleados vacíos cubiertos de hierba.

Y en un año en el que se propone que esta ciudad sea elegida como “Ciudad europea del Deporte 2018”, a lo que me sumo con agrado y doy desde aquí mi voto (por si sirve de algo) y en el que, por otra parte, se pretende que Guadalajara se convierta en una ciudad universitaria, me pregunto: ¿Qué imagen se llevan las personas que nos visitan y recorren sus calles, sus plazas, sus rincones algunos de ellos repletos de solares de paredes amarillentas cuando acuden a un evento deportivo o, simplemente, como turistas? ¿Se está haciendo lo necesario para revertir esta situación? ¿Tan difícil es ponerse de acuerdo en algo que a todos nos interesa?
Me temo que todo lo hablado en cada uno de los foros abiertos sobre esta problemática haya quedado reducido a mera palabrería, eso sí, llena de buenas intenciones, pero de poco más. Todos nos miramos el ombligo y nos parece que el nuestro es el más bonito, en cambio, el de enfrente nos parece feo y desagradable. Sin embargo, a todos nos ha unido y nos une el mismo cordón umbilical; por él nos ha llegado esa savia vital con la que nos hemos arraigado a esta hermosa ciudad; pero me parece que una vez cortado este ha provocado, en cada uno de nosotros, reacciones muy diferentes, incluso contrapuestas, aunque todos aparentemente persigamos lo mismo.
Mis queridos amigos, quizá hoy me haya levantado más crítico que de costumbre o quizá más apenado por lo que estoy viendo que ocurre en mi ciudad, en nuestra ciudad, y que parece no tener retorno. No obstante, soy de espíritu optimista y creo que de nosotros depende el que se revierta esta situación; de nuestro espíritu crítico, pero a la vez colaborativo y participativo puede surgir una opinión mayoritaria que obligue a nuestros responsables políticos, a nuestras administraciones a que reaccionen, a que se unan en un mismo objetivo, a que dejen las palabras a un lado y que pasen ya a los hechos. Es hora de que todos rememos en la misma dirección, si no queremos que nuestros hijos, y no digo ya nuestros nietos, se encuentren con una Guadalajara de grandes y modernos barrios periféricos, pero con un centro, con un “casco histórico” irreconocible, si no totalmente desaparecido.
Hagamos de Guadalajara una ciudad acogedora, amable para el visitante; que cuando se marche se lleve un recuerdo de nuestra ciudad que le obligue a volver de nuevo, que difunda sus valores, sus monumentos, sus calles, sus plazas y rincones ahora medio vacíos, que anime a los demás a que nos visiten, no sólo para participar o acompañar a los eventos deportivos, sino para quedarse aquí a disfrutar de su gastronomía, de su cultura, de sus gentes.
Con mis mejores deseos.